Tomé un café telefónico esta semana con Guadalupe Morcillo en el que reflexionamos sobre lo humano, lo divino y terminamos hablando de política, ‘esa cosa’ que tanto nos mueve a ambas. En nuestra conversación le sacamos punta a una tipología de político que últimamente abunda más de lo deseado.

Son los nuevos viejos políticos. Sapiens de corta edad que han mamado la ideología del partido desde la adolescencia y han agarrado cargo público después de la universidad. Son nuevos porque son jóvenes. Son viejos porque traen más de lo mismo. Criados en el seno de unas siglas, adoptan desde el inicio vicios demasiado casposos. Y eso huele a distancia.

Se centran en las formas y no llegan al fondo, porque lo desconocen. Se sienten nuevos porque aun no pintan canas y cuentan por miles sus seguidores en redes sociales.

Pero la vida en el castillo –y en las sedes de sus partidos- les impide conocer lo que pasa en las calles, lo que le pasa a la gente.

Me dirán que tiro para casa pero pienso que una buena escuela del tipo de política que demanda la ciudadanía está en el mundo rural. Propongo un reality en el que para ser diputado tengas que sobrevivir dos años como alcalde de un pueblo de 2000 habitantes. Cuando sufres a diario las vicisitudes de la despoblación y la falta de servicios lo defiendes de manera diferente en un parlamento.

La nueva política es tener presencia en las redes sociales y llevar las suelas de los zapatos desgastadas porque te has pateado las calles escuchando a la gente. La nueva política es que te la p*** llevar coleta o moño porque sabes que las dificultades no se solucionan vistiéndote como una bandera.

La nueva política va de escucha, de cercanía, de empatía, de colaborar con el contrario porque más nos vale ser constructivos si queremos salir de la que nos está cayendo. La nueva política va de comunicar pero no solo de comunicar. Para contarle a la gente lo que haces antes tienes que hacerlo. Empaparte de la realidad, mojarte de verdad.

Ser percibido como auténtico pasa por serlo.

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